lunes, 27 de septiembre de 2010

¿El infierno son los demás?

Bernard Fougéres
bernardf@telconet.net

domingo 26 de septiembre del 2010
Volví recién a leer la obra integral de Jean Paul Sartre. A los 18 años era mi ídolo. También era fanático de Juliette Greco descubierta por él. No sabía que la entrevistaría para Ecuavisa. En aquella interviú me dijo, entre otras cosas: “No quiero que me toquen cuando esté muerta”. “La felicidad es fugaz y rápida como una bala de revolver”. “El pecado de amor me huele a flor de naranjo, se deshace en boca como fruta madura”. Mi generación descubrió con delirio obras como El ser y la nada, La náusea, A puertas cerradas, Los caminos de la libertad, La manos sucias. Me aterraba la idea de vivir sosteniéndome fuera de la nada, temporada en el infierno de la que habló Arthur Rimbaud y que viví como una obsesión durante la segunda guerra. Sellé mi infancia viendo pasar vehículos blindados, fusilar en la plaza del pueblo a miembros de la resistencia. Me despertaban mis padres en la noche cuando los aviones bajaban en picada con su carga de bombas o metrallas, nos ocultábamos en las trincheras del jardín. En mi adolescencia vi como ideal la relación amorosa de mutua libertad entre Sartre y Simone de Beauvoir. Aquella frase “El infierno son los demás” me parecía inevitable. Sería el amor o la guerra. Me volví existencialista.

Volviendo a leer con mente más crítica a mi antiguo ídolo, busqué obras vinculadas con aquel amor insólito. Sartre mantenía relaciones con mujeres cada vez más jóvenes. Simone veía eso como travesura de un hombre que no aceptaba envejecer; ella vivía sus propios idilios con jovencitas discípulas. Separar lo intelectual de lo sentimental no fue tan fácil, asomaron muchas contradicciones. Compartir con quien sea a la persona amada no resulta tan simple. Sartre llegó a tomar cuatro anfetaminas al día, doce tazas de café expreso, media botella de whisky, unos cuantos sedantes, dos paquetes de cigarrillos. Cuando Sylvie le Bon, su último amor, publicó ciertas cartas de él a Simone de Beauvoir, estalló un gran escándalo. El famoso pacto de transparencia entre los amantes se convertía en exhibicionismo, voyeurismo. Pero no se puede negar que llevaron el concepto de libertad amorosa hasta el desafío. La decadencia física en la que cayó el escritor, la neumonía que afectó a Simone hablaron de un final desolado ¿Es realmente libre el amor?

Si a veces el infierno pueden ser los demás, creo que hay seres excepcionales o personas con las que podemos tener lazos mágicamente válidos. No comparto la frase de Nietzsche: “Dios también tiene su infierno y es su amor a los humanos”. Quizás me quedé con Shakespeare: “El infierno está vacío: todos los demonios están aquí”. O quizás el infierno puede ser aquella angustia, aquel vértigo que nos sumerge cuando tomamos realmente conciencia de que somos responsables de cada decisión frente a nosotros, frente a los demás. Tenemos todos la capacidad de convertirnos en infierno sin siquiera darnos cuenta. El cristianismo habla de “un valle de lágrimas” pero Sartre tiene la última palabra: “De las garras del diablo me escapé fácilmente, mas ¿cómo puedo liberarme del abrazo de los ángeles?”.


Dibujo de: Ami Plasse

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Diario el universo

domingo, 19 de septiembre de 2010

Amar a quienes hemos amado



Bernard Fougéres
bernardf@telconet.net

domingo 19 de septiembre del 2010
Me inspira con frecuencia lo que ustedes escriben. Hoy fue un correo de Nancy desde California. Se siente destruida porque el hombre del que recién se separó la despotrica en cualquier lugar. La primera calidad del amor es la coherencia. No podemos quemar hoy lo que ayer hemos amado. Creo que el amor es eterno, aunque el fragmento vivido haya sido corto. Suena contradictoria la fugacidad frente a lo intemporal, pero es como una fotografía. La risa cómplice queda congelada. Todo ser que nos quiera o a quien amemos deja su huella. Guardamos en mente rostros, momentos compartidos. Cuando se marcha para siempre el ser al que hemos amado durante décadas obviamente es otro cantar: todo habla de él, las perchas del supermercado, el ir y venir de cada día, lugares compartidos, risas, lágrimas, su mano en la nuestra, sus ojos al acecho. Es probablemente incurable. Sigo pensando que amamos una sola vez con mayúsculas, mas podemos extraer de nuestra adolescencia, de nuestra vida, sentimientos privilegiados. Son llamas, velitas prendidas balizando el camino, la llave en la cerradura, el diminutivo que nos inventaron. Hay seres que se acompañan por internet sin jamás encontrarse. Un abrazo puede convertirse en insomnio o liberar sonrisas. Un correo reencontrado abre los diques de nuestra sensibilidad. Un concierto de Bach puede estremecernos. Nada es insignificante. Los seres humanos jamás se encuentran por casualidad. Todo tiene una finalidad. No creo en coincidencias. Todo lo que vivimos se llama experiencia.

Echar a perder lo que en su momento estuvo maravilloso resulta poco sensato. No puede existir un sentimiento perfecto entre dos seres imperfectos, mas debemos seguir amando a quien hemos amado. Resulta más fácil para quienes solo experimentaron amistad. El camino de la vida es limitado, cruzamos seres con los que recorrimos un tramo, corto o largo, mas quedan los paisajes contemplados en común, aquella foto antigua, un piano tocando Chopin, una botella de vino. Lo que más admiro en una pareja divorciada o separada es que logre domesticar su amor, convertirlo en amistad madura, compartir un café, almorzar sin perturbaciones. Supongo que eso se obtiene con el tiempo, la madurez. Si aparecen el rencor, el resentimiento, si hablamos mal de quien hemos amado, dejamos de ser civilizados. Es como bajar la palanca de los fusibles, cortar todo contacto. Gracias, Nancy, por recordármelo.

Depende de nosotros que sembremos flores de grato perfume o cactus que lastimen. “Confieso que he vivido”, escribió Neruda. Amó, fue amado. ¿Qué más podía pedirle al cielo? Cuando la vida se nos va gota a gota, cuando sabemos que estamos en la última recta, es más que nunca el momento de recordar con gratitud a quienes hemos amado, guardando como exclusivos los momentos mágicos, olvidando los demás. Siendo granos de arena entre cien mil millones de estrellas tenemos el privilegio único de poder amar. Lo cantó Edith Piaf: “No, nada de nada, no me arrepiento de nada”. Encerramos todo en el corazón y según lo que decidamos conservar sembraremos ternura o amargura. “Somos arquitectos de nuestro propio destino”. Einstein sabía de qué hablaba.
Dibujo de: Ami Plasse

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Diario el universo

domingo, 12 de septiembre de 2010

La violencia de un juguete

Bernard Fougéres
bernardf@telconet.net
domingo 12 de septiembre del 2010
El Centro Cultural Simón Bolívar estuvo repleto. Ni un asiento libre. Magia jamás desconcertante, más bien concertante en el sentido que se da en música a la palabra: obra en la que se destacan varios solistas, cada reacción siendo fruto de larga paciencia, trabajo gestual, sincronización, movilidad extrema, distorsiones faciales, interminables ensayos hasta lograr el impacto. A pesar de las risas del público, no tuve en ningún momento la sensación de presenciar una comedia pura. Presumo que en el siglo XVII, cuando Harpagón se deshacía en llanto frente al robo de sus ahorros, los espectadores experimentaban sensaciones contradictorias. Moliére escribió: “Salen errados nuestros cálculos siempre que entran en ellos el temor o la esperanza”. Sin querer, fueron los sentimientos que la obra clavó en mí en múltiples astillas. El burgués gentil hombre tenía algo que ver con los pelucones de hoy. Las preciosas ridículas se reencarnarían en la Susana de Quino. Tartufo sigue solapado entre iglesias.

A pesar de la clásica ley de las tres unidades no existe tiempo en lenguaje teatral. Hubo momentos en que el coro hubiese podido divertir a quienes presenciaron en Epidauro las comedias de Aristófanes. No cambia el ser humano, queda un trasfondo que desnuda la despiadada memoria teatral. El escenario recurre a la diversión para incitar a la provocación. “Extraer de la música el secreto, el tono de su alarido pues los gritos se tensan” (Pessoa). Los actores hubieran podido llegar al público leyendo la guía telefónica. Utilizaron silencios, chillidos, clamoreos insistentes, inmovilidad, gesticulación, sensibilidad bipolar, ironía vestida de humor en explosivo o silencioso coctel, plasticidad de cuerpos al servicio de complicaciones anímicas, irreverencia, juego que terminó donde empezó la angustia, dolor adentro locamente proyectado: algo que sabe hacer el zoom en el cine. Las payasadas dieron la impresión de que vivíamos un “sano esparcimiento” haciéndonos olvidar que estuvimos frente al espejo de nuestro yo delirante. Recordé la película La vita e bella. Viví en la secuencia del organillo computarizado de Pandora, las muecas, los bailes desaforados, el silencio comentado de los cuerpos derramados, aquella actora que se lanzó a la mar en medio del público; en el escenario, a pesar del obvio trabajo actoral, vi una inmensa libertad. De Antonin Artaud recuerdo siempre. “La vejez empieza por las manos” pues habría mucho que decir acerca de las mutilaciones que obsesionan a Miguel Donoso Pareja por ser ausencias siempre presentes.

Disciplina, ética. Volveré a ver la obra para recoger dardos que zumbaron cerca sin dejarme tiempo de identificarlos. Risas alocadas se hicieron añicos en las tablas, no pude reconstituirlas. Santiago mira el cielo, el horizonte, el suelo, se desarticula entre la caída, el baile, la carrera de Sísifo. Me pregunto cómo sobrevive cuando abandona las tablas, se topa con la realidad doméstica. Al actuar se convierte en sí mismo, dueño de su lenguaje. Ha de ser intenso. En el Japón, lo captarían sin necesidad de traducciones. En la Trinitaria también. “El teatro no puede desaparecer porque es el único arte donde la humanidad se enfrenta a sí misma”, dijo Arthur Miller. Tronaron interminables aplausos. Salí en silencio, algo trastornado.


Dibujo de: Thomas Thorspecken

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Diario el universo

domingo, 5 de septiembre de 2010

Un homo sapiens


Bernard Fougéres
bernardf@telconet.net

domingo 05 de septiembre del 2010
Pertenezco a una estirpe de primates. Siendo un mamífero superior con supuesto raciocinio, percepción, emoción, memoria, imaginación, voluntad, paso, sin embargo, la vida buscando mi celular, mis lentes, preguntándome cuál es el mejor camino para manejar hasta mi casa, cómo diablos se llama esta persona que me saluda efusivamente. Mi percepción debiendo confirmarme que no existe delincuencia me hizo soñar probablemente que me robaron mi Nokia en dos oportunidades. Mi voluntad, siendo desastrosa, posterga cada lunes la decisión de bajar de peso mediante aquella dieta severa que jamás empecé. Decidí confesar sesenta años, suprimiendo el IVA (Impuesto a la Vida Agregada) y otros gravámenes que me darían la edad de Matusalén. Por no usar hidratantes, humectantes, cápsulas de colágeno, ingredientes activos hipoalergénicos, ácido linolénico, por haber fumado como preso adinerado, pasado noches en maravillosas velas, veo en mi espejo el retrato de un hombre algo deslucido. Sonreí mucho, de ahí estas arrugas que ponen mi boca entre paréntesis. Continuos asombros justifican aquellos surcos en mi frente. Las patas de gallo anuncian que no la pasé tan mal, reí bastante, una lamentable miopía obligándome a fruncir constantemente los ojos. Los cirujanos plásticos pueden mejorar mi aspecto, mas no debo esperar milagros sino enmarcarme con dignidad en la década que me corresponde. Proponen inyectar bótox hasta convertirme en Tut-Ank-Amón inexpresivo, estirar la piel hasta volverme astronauta de ojos desorbitados, facha deformada por una súbita aceleración. Al desplazarse el cutis de mi rostro, la afeitada diaria abarcaría hasta la nuca. Ha de ser reconfortante, supongo, que alrededor del ataúd la gente diga con admiración: “¡Qué joven se lo ve!”.

Extraño la época en que podía rasurarme sin templar mi mejilla con la mano, aquella adolescencia en la que besar a una chica en los labios era tocar el cielo después de meses. Ahora no se corteja, se atropella el jardín sin recoger las flores una tras otra; no se pide la mano sino cuando se es dueño de todo lo demás, se desvalija la tienda a hurtadillas. Se pedía a la florería el ramo que nos tocaba enviar a algún muerto, ahora compramos cerca de las salas de velación el arreglo que deseamos mandar a algún vivo. Marx decía que la religión era el opio del pueblo, ahora el opio es la base de una nueva religión. Solo los santos entraban en éxtasis, ahora el éxtasis se consigue en cápsulas. Comprábamos carne de gallina sin mirar el precio, ahora escudriñar la etiqueta nos pone la piel de gallina. Las mujeres daban a luz en casa, ahora pagan la cuenta al salir de la clínica, de lo contrario no les entregan al bebé.

Valió la pena nacer. Prefiero llegar al final de mi vida antes de que vuelva la prehistoria. No me arrepiento de haber amado aunque haya sido por equivocación. Conocí el amor de norte a sur, fue maravilloso. La vida me enseñó que lo más apasionante es siempre la espera, la única felicidad alcanzable es la que compartimos, no hay nada tan mágico como un te quiero en el momento adecuado.


Dibujo de: Ami Plasse

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Diario el universo