domingo, 28 de noviembre de 2010

Amor a la vida

Bernard Fougéres


domingo 28 de noviembre del 2010

Cruzamos tempestades, capeamos el temporal en un viaje de duración imprevisible porque subsiste un instinto que nos levanta. La vida es combustión paulatina, fuego que anima, impulsa. Vivir es desmontarse sin amargura del potro al final de la jornada, pirrarse por unos dulces sean lo que sean: golosinas, ideales, amores, poemas, vinos, obras de arte, sencillo trajinar de cada día. Amar la vida es desarmar la cajita de música que rescatamos de la infancia, la que muele el tiempo con sus púas de bronce, inventar cronómetros que marchen al revés, ampolletas de arena que podamos invertir según nuestro entusiasmo, relojes que se derritan como los de Salvador Dalí. Amar la vida es hacer bien lo que nos toca realizar, seamos recolectores de basura o candidatos al Premio Nobel.

Amar la vida es experimentar dolor después de la anestesia, resaca después de la mala noche, arrugas más allá de la tersura. Alcanzan la sabiduría quienes torean el desconsuelo. Amar la vida es ahorrar sueño, estirar el presupuesto de la locura, dividir cromosomas, ser padre, abuelo, amigo, hermano de todo lo que vive, seres, animales, plantas, árboles, flores, sorprender afecto en los ojos húmedos de un perro, tomar riesgos por el simple placer de sentirnos vivos. Vivir es dejar un surco de fuego en la madera, quedarnos en lo esencial. Miguel Ángel al plasmar sus cuatro Pietà solo restó del bloque de mármol lo que sobraba. Amar la vida es llegar a ser viejo sin amargura, recordar las páginas amorosas de nuestra existencia, romperle los cascos a Rocinante, jorobar al Quijote que llevamos dentro, creer en quienes no existen, llámense Mafalda, Principito, Juan Salvador Gaviota o la misma felicidad, es tener conciencia de nuestros aciertos, conocer nuestras más ocultas basuras, fallas inconfesables en contra de nosotros o del prójimo, no tener miedo de ser aquel que se es, nunca dejar de amar a quienes hemos amado –que haya sido fuego de un día o maravillosa fogata de toda una vida– retener de los demás lo mejor que tengan, repartir la esencia de lo que somos.

Amar la vida es vivir en pareja, perder juntos nuestras hojas como árboles del otoño sin reprocharnos nuestra piadosa desnudez. También es dormir en los ojos del otro, compartir sus sueños, ver cómo se abre una semilla en el vientre de una madre, cómo crece una hija, se bambolea, logra mantenerse de pie por vez primera, luego se oculta detrás de su primera menstruación para volverse mujer. Vivir es envejecer de la corteza por afuera sin echar a perder travesuras. Nuestra vida cobra importancia a medida que vamos lanzando polen a los cuatro vientos, pues podemos beber cien mil botellas de vino sin embriagarnos, darle cita a la ternura al final de los espasmos, probar mieles de la flor y de la mujer, estar en el momento preciso atentos a la vida de quienes nos necesiten. Mucha gente pregunta si la vida tiene sentido. Tuve la suerte de encontrar personas que dieron sentido a la mía. En pocas palabras: vivir es desvivirnos por algo o por alguien.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Nos duele la ciudad

Bernard Fougéres
domingo 21 de noviembre del 2010
Quizás sea el manicomio el asilo más seguro para refugiarnos frente a tanta violencia. Leopoldo Panero, poeta extralúcido, encontraría a los orates en cualquier lugar de nuestro siglo: “Un loco tocado de la maldición del cielo canta humillado en una esquina”. ¿Qué te pasa, Guayaquil? Te bautizaron antaño como Perla del Pacífico, pórtico de oro, ahora “te reclamo las dulzuras con que anhelo yo vivir para nunca más sufrir”. Carlos Aurelio Rubira Infante, hombre de paz, de hermandad, profetizó en una canción que pronto tendrá 70 años: “Nací en ella y la quiero y por ella aunque muera, la vida yo la diera para no verla sufrir”. ¿Habrá intuido en aquel entonces el entrañable bardo lo dolida que se volvería su amada ciudad?

Nos duele el desamor, somos parte de él. Guayaquil de mis amores necesita más amor. Es pedazo de patria, la patria es un todo. Carlos Aurelio quiso que su melodía fuera un himno a la unión, a la serena felicidad. ¿No será que en el fondo vivimos despreocupados dejando que el planeta se recaliente, que la ciudad se degenere, que la basura se acumule fuera de los horarios de recolección? Murió la cortesía, manejamos con agresividad, llegamos a ser parte de aquella violencia que tanto deploramos. Existen dos tipos de salvajismo: el público que sale en la crónica roja, el solapado que se convierte en maltrato a las mujeres, a los niños, machismo egocéntrico, consumismo enloquecido, explotación inmisericorde, egoísmo monstruoso. “Solo le pido a Dios que el dolor no me sea indiferente, que la reseca muerte no me encuentre vacío y solo, sin haber hecho lo suficiente”. ¿No será que vivimos exclusivamente preocupados de nuestro bienestar? Guayaquil ha sufrido muchas veces las embestidas de la violencia. Cuando en 1922 era una urbe de 50.000 habitantes mandaron desde lo alto a matar a 500, el río Guayas siguió llevando cruces blancas, mientras vestía de rojo la avenida 9 de Octubre con tanta sangre regada.

Matamos con la indiferencia: ojos que no ven corazón que no siente. El cordón de miseria pertenece a otro planeta. No nos suele doler lo que no podemos imaginar: incendios, casitas desplomándose en el estero, niños que se bañan en aguas putrefactas, dengue hemorrágico, pan nuestro de cada día relativamente semanal. En inglés, la palabra suburb se refiere a zonas residenciales, en español evoca degradación, marginación, lo que solo se puede percibir cuando se llega a la tierra de nadie. Aquellos barrios forman su cordón de inmigrantes alrededor de París, Nueva York, solo cambian de nombre. En francés es la banlieue donde se codean árabes, sudamericanos, gente llegada de todas partes para vivir como sea. El corazón de la ciudad carece de latidos frente a otras zonas. Existe una diferencia abismal entre regeneración y degeneración. Ojalá no nos convirtamos en émulos “de aquellos perros que duermen con miedo”, según el decir de Ana Minga. Ojalá nos llegue al alma lo de Medardo Ángel Silva: “Nos embriagamos de teorías vagas soñando hacer brotar la primavera de la infección de nuestras propias llagas”.

Foto de: civila.com

Fuente
Diario el universo

domingo, 14 de noviembre de 2010

Los detalles hacen la vida

Bernard Fougéres
domingo 14 de noviembre del 2010
En el supermercado, mientras escogía panes, una niña de unos 6 años dejó a sus padres, corrió hacia mí, sonrió, me regaló una flor. Aquel gesto fue más importante que las noticias del diario, mis problemas, mi soledad. Desapareció la chiquilla mientras su sonrisa me embadurnaba de primavera.

Un desconocido desolado, con esposa e hija, no podía salir del parqueo del Malecón Simón Bolívar, buscaba su ticket, no tenía efectivo. Le facilité los tres dólares. Aquella sonrisa radiante que me dedicó la niña fue como un amanecer. No recuerdo el rostro del padre ni el de su esposa. Jalil Gibran dijo: “Protegedme de la sabiduría que no llora, de la filosofía que no ríe, de la grandeza que no se inclina ante los niños”. Son los bajitos de los que habla Joan Manuel Serrat.

Cuando era niño quería ser adulto, pasaron los años, conservé al chiquillo que había sido, me siguen acompañando Mafalda, El Principito. A un niño le preguntaron lo que era el amor, contestó: “Es cuando tu perrito te relame la cara aunque lo hayas dejado solo todo el día”. Otro dijo: “Es cuando mi mami hace café para mi papi, le pone azúcar, luego prueba un poquito para estar segura de que sabe bien”.

Los detalles van desapareciendo. Un hombre que abre la silla para que se siente su pareja, se levanta cuando la mujer o la enamorada quiere ir al baño, se vuelve más anticuado que dinosaurio. Si regala flores fuera de fechas tradicionales, se lo mira con sospecha. La mujer suele ser detallista, sabe que los niños requieren atención constante. Nosotros los hombres no vemos la rosa en el florero, la huella del beso en el espejo, el mensaje apurado en algún papel, la tacita de café que nos traen mientras apenas desviamos nuestra mirada del televisor mascullando un gracias condescendiente.

Los detalles son cortesía, amabilidad. El celular ha mandado al trasto muchas buenas maneras. La televisión ha suprimido las conversaciones familiares durante almuerzo o cena, limitando las conversaciones a “¡Pásenme la sal, por favor!”. Los detalles son marcas de afecto a veces prosaicas. “Cuando mi abuela padeció artritis, mi abuelo le pintó las uñas de los pies”. “Amor es cuando mi mami le da a papi el pedazo de pollo más grande”. Los detalles aparecen cuando un hombre recuerda que una mujer tiene ojos y manos que también captan el mensaje de un beso. Los detalles emocionan cuando un amigo recorre veinte mil kilómetros para acompañarnos en un duelo particularmente cruento (¡gracias, Dominique!), cuando conversamos con una persona discapacitada en el supermercado, cuando un caballero abre la puerta de su automóvil para que se siente su pasajera, cuando se nos ocurre ser gentiles con la gente que nos pone mala cara, cuando dejamos de quejarnos a cada rato por insignificancias, cuando damos paso a otro automovilista para que pueda salir del estacionamiento. Los detalles permiten una comunicación emotiva, traen sonrisas. Tuteaba siempre a mi esposa, pero en circunstancias excepcionalmente conmovedoras le decía usted. La felicidad está hecha de detalles.

Dibujo de: Ami Plasse

Fuente
Diario el universo

domingo, 7 de noviembre de 2010

Para siempre


Bernard Fougéres
bernardf@telconet.net
domingo 07 de noviembre del 2010
Que dos personas construyan un amor, lo mantengan durante varias décadas luce mágico. Nunca olvidamos a quien compartió nuestra vida durante tanto tiempo. El sueño fue eternizar el sentimiento, conocer las fallas de nuestra pareja, sus noblezas, debilidades, repentinos estallidos, risas alocadas, penas escondidas. Él perdió la silueta de figurín que tenía a los veinte. Ella, después de las cesáreas, ostentó aquellas cicatrices que se besan con infinita ternura. En el pasado quedaron huellas de parturienta, transcurrieron años, llegó la menopausia, se deshojaron árboles, calendarios. La piel no logró sortear las arrugas. El sueño de envejecer juntos se truncó. Cada cual hubiera poseído sus frascos, remedios, vitaminas, lentes, quizás un bastón, un aparato auditivo. La ternura tranquiliza la loca pasión, el sueño se vuelve más ligero, los cuerpos pierden su frescura, mas, ella hubiera dado su sangre, sus plaquetas, o quizás lo hizo él. Hubieran abierto la boca para decir lo mismo al mismo tiempo, reído como tontos al recordar que una vez fueron criaturas.

Quienes logran perennizar el amor se cuidan hasta cuando duermen. Cogidos de los ojos, se protegen mutuamente. Les sobrecoge el terror de que podría morir el otro. Quisieran irse juntos. Aquel o aquella que sobrevive, busca por doquiera migajas de recuerdos. A veces uno de ellos se extingue como vela. Surgen infarto, cáncer, leucemia, derrame, accidentes automovilísticos, caídas que nadie puede prever. Presumo que perder a un hijo, una hija, ha de ser más cruel todavía. El amor lleva dentro el embrión de su posible muerte. Llega el duelo de unos años, etapa en la que uno se encierra, huraño, salvaje, en medio de los recuerdos. Nadie puede ayudar, pocos comprenden.

La soledad taladra, tortura, las paredes se vuelven insufribles. Volver a casa es llegar al no man’s land, tomar pastillas para dormir a como dé lugar, querer salir sin tener dónde ir, aturdirse sin prestar atención a lo que hacemos. Hay que ponerse una máscara para no afligir a los demás, mas, el corazón sigue con aquella fisura difícil de cerrar. No hablamos casi con nadie. El teléfono se vuelve inoportuno, miramos el entorno con indiferencia, nos volvemos injustos con quienes nos aman, nuestro dormitorio se torna refugio, cárcel, infierno silencioso. A veces quisiéramos desaparecer o frecuentemente no ver a nadie.

Se arrastra el tiempo, sabemos que no volverá a asomar la cómplice especial, informal, capaz de serenar aquella desolación, alejada del rígido esquema social, la etiqueta exquisita. Es difícil explicar a los demás lo que ocurre en nuestra propia existencia. La vida será siempre sinfonía inconclusa. Más importa lo que llevamos en el corazón que la marca de nuestra ropa. No logran Cartier Rolex o Bulgari detener el tiempo.

Fluye sin cesar el correo de mis lectores. Dedico este artículo a quienes vivieron aquella misma circunstancia. Solo ellos pueden comprender. La vida consiste de pronto en juntar pedazos dolidos de un amoroso rompecabezas. Amar es la única forma de sobrevivir. Decían los romanos: “Es una locura amar a menos de que se ame con locura”. Cuando dejamos de amar, empezamos a morir.

Dibujo de: Goñi Montes 

Fuente
Diario el universo