Bernard Fougéres
domingo 27 de noviembre del 2011
Estamos convencidos de que somos vip (pretenciosas pero prácticas palabras), de que lo expresado por nosotros es esencial. Cuando nos creemos importantes dejamos de serlo, pasamos al lado de la vida creyéndonos dueños de la verdad. Hoy pongo las cosas en su sitio: entusiasmos delirantes, penas indecibles, premios, libros publicados, condecoraciones, hormigas en el corazón por aquel preludio de Bach, adagio de Beethoven, Shostakovich o Mahler, puñal clavado cuando murió el ser querido (si intentaba arrancarlo me desangraba del todo), impotencia frente a poetisas amigas aplastadas por un destino chúcaro que no supieron domar, enamoramientos, fuegos fatuos quizás equivocados pero siempre mágicos. Amar es milagro permanente que sublima lo terrenal. Jamás olvido a quienes me aceptaron tal como soy, se quedaron un rato en mi recinto desde el primer amor a los 16 años hasta ahora, sin excepción. Brotó felicidad, sin que importe el tiempo.
Guardo represada la esencia de una intensa ternura entregada al granel, persiguiendo a un Dios esquivo, agradeciendo el don maravilloso de la conciencia, un Dios del que estuve cerca, del que me alejé al no aceptar que viviéramos una vida prestada incomprensible, llena de desigualdades, injusticias. Intentamos ser coherentes en lo que pensamos, creemos, escribimos, damos traspasos, hay tantas personas a las que deberíamos pedir perdón, actitudes egoístas, erradas, inmaduras. Juzgamos sin ponernos en la piel de los demás: chismes de baja calaña, calumnias, tonterías. Al agonizar tomamos conciencia de lo que fuimos. Adoptamos en vida gestos nobles, ocultamos íntimas basuras, cinismo, consumismo delirante frente a la miseria más atroz. Nos deslumbramos frente al automóvil de lujo, vestidos de marca, olvidando el ropaje interior, pasamos por clínicas, hospitales, cementerios, velatorios, sin cambiar, frívolos, creyéndonos eternos. Tratamos de entender por qué la gente nos ama, por qué otros nos aborrecen, porque somos a la vez lo mejor y lo peor jugando a ser lo máximo. Somos niños toda la vida, tomándonos en serio. La cultura no asimilada es lamentable masturbación del ego intelectual.
Palpo la vanidad de lo que redacto, pues el diario donde escribo sirve para envolver pescado, limpiar parabrisas, reparar desastres domésticos cuando se mea el perro. Me vuelvo melancólico al fumar un cigarrillo en campo abierto, absorbiendo la naturaleza, fusionando con ella, volviéndome árbol, hiedra, brizna de hierba. Me enamoro, acepto el riesgo de estrellarme. Si estuviera consciente en el momento de marcharme para siempre, solo diría: “Intenté amar, pido perdón a quienes he defraudado. Creí saber mucho, me quedé en la más crasa ignorancia”. Decepcioné a quienes pensaron encontrar en mí lo que no poseía. Quiero recordar los momentos, por más fugaces o esporádicos que hayan sido, en que me sentí parte de un ser amado. Una vez duró 40 maravillosos años. Valió la pena vivirlos. Daría todo por repetirlos, ¿pero con quién si son irrepetibles las mujeres excepcionales? En la página editorial soy ingenuamente atemporal aficionado a la vida, receptor de mil angustias suyas. Contesto siempre sus mensajes cuando gritan soledad o buscan ser escuchados: paso muchísimo tiempo en su compañía frente a mi computadora. Soy uno de ustedes, ni más ni menos.
Guardo represada la esencia de una intensa ternura entregada al granel, persiguiendo a un Dios esquivo, agradeciendo el don maravilloso de la conciencia, un Dios del que estuve cerca, del que me alejé al no aceptar que viviéramos una vida prestada incomprensible, llena de desigualdades, injusticias. Intentamos ser coherentes en lo que pensamos, creemos, escribimos, damos traspasos, hay tantas personas a las que deberíamos pedir perdón, actitudes egoístas, erradas, inmaduras. Juzgamos sin ponernos en la piel de los demás: chismes de baja calaña, calumnias, tonterías. Al agonizar tomamos conciencia de lo que fuimos. Adoptamos en vida gestos nobles, ocultamos íntimas basuras, cinismo, consumismo delirante frente a la miseria más atroz. Nos deslumbramos frente al automóvil de lujo, vestidos de marca, olvidando el ropaje interior, pasamos por clínicas, hospitales, cementerios, velatorios, sin cambiar, frívolos, creyéndonos eternos. Tratamos de entender por qué la gente nos ama, por qué otros nos aborrecen, porque somos a la vez lo mejor y lo peor jugando a ser lo máximo. Somos niños toda la vida, tomándonos en serio. La cultura no asimilada es lamentable masturbación del ego intelectual.
Palpo la vanidad de lo que redacto, pues el diario donde escribo sirve para envolver pescado, limpiar parabrisas, reparar desastres domésticos cuando se mea el perro. Me vuelvo melancólico al fumar un cigarrillo en campo abierto, absorbiendo la naturaleza, fusionando con ella, volviéndome árbol, hiedra, brizna de hierba. Me enamoro, acepto el riesgo de estrellarme. Si estuviera consciente en el momento de marcharme para siempre, solo diría: “Intenté amar, pido perdón a quienes he defraudado. Creí saber mucho, me quedé en la más crasa ignorancia”. Decepcioné a quienes pensaron encontrar en mí lo que no poseía. Quiero recordar los momentos, por más fugaces o esporádicos que hayan sido, en que me sentí parte de un ser amado. Una vez duró 40 maravillosos años. Valió la pena vivirlos. Daría todo por repetirlos, ¿pero con quién si son irrepetibles las mujeres excepcionales? En la página editorial soy ingenuamente atemporal aficionado a la vida, receptor de mil angustias suyas. Contesto siempre sus mensajes cuando gritan soledad o buscan ser escuchados: paso muchísimo tiempo en su compañía frente a mi computadora. Soy uno de ustedes, ni más ni menos.
Dibujo de: Omar Jaramillo
Fuente: Diario el universo