Bernard Fougéres
domingo 29 de enero del 2012
Cuanto más crece la pantalla del televisor más corto queda el diálogo con la familia. Una imagen de setenta pulgadas contrarresta la intimidad conyugal. Antaño, cuando hablaban de plasma, querían comentar una transfusión, no sangre para homicidios audiovisuales. Llegará un momento en que haremos el amor en compañía de Harry Potter, iremos acoplándonos al ritmo de un reggaetón. No han inventado todavía el control remoto para cortar las conversaciones en el hogar. Eso del zapping permite surfear entre canales para concluir que no vale la pena quedarnos en uno. También sirve para escuchar la mitad de lo que nos quisiera decir cada miembro de nuestra familia, los cortes comerciales para aliviar las vejigas inquietas, picar cualquier cosa en la nevera.
La televisión nos enseña mediante ardientes series que el roce de labios sutil, el acercamiento dulce o paciente están pasados de moda. El galán de turno demuestra que el tiempo apremia, que debemos devorar la presa con prisa. A una mujer ya no se la corteja, se le atropella el jardín, se viola su ilusión, se la convierte en objeto. Las siliconas o prótesis mamarias revelan que la felicidad del hogar depende del tamaño pectoral de la protagonista. De repente uno de aquellos rellenos sofisticados revienta: Dios puso los pechos pero no se hace responsable de la tecnología de punta inventada por el homo sapiens.
Lo bueno de la pantalla es que propone al telespectador lo que quiere. Lo malo es lo que quiere el televidente. Lo ideal sería poner programas culturales a las cuatro de la madrugada, telenovelas en horas hábiles. Tuvimos el privilegio de estar en palco de honor para presenciar en vivo y directo las dos guerras de Irak, la ejecución de Saddam Hussein, la muerte de Gadafi. Un buen tsunami sube el rating. Si pudiéramos proyectar una ejecución capital, un suicidio, la audiencia sería fenomenal. Lo bueno es que ahora es fácil conseguir para nuestro hijos la Guerra del Golfo en juegos electrónicos. Nuestra prole maneja transbordadores, tanques, ametralladoras; se ha vuelto educativa la computadora. Tienen el buen gusto de preguntar si somos mayores de edad antes de desparramar la pornografía que reclama nuestro primitivo instinto. Si le da dolor de cabeza estar horas frente a la pantalla, recibirán el comercial adecuado para aliviar su migraña. En los cortes alternan desodorantes íntimos, lotería, bancos, gaseosas; también toallas sanitarias, compra de un solarcito en cualquier parque donde impere la paz, así pueden conseguir la serenidad en cómodas cuotas mensuales o menstruales. La pantalla les indicará cómo deben opinar, pero no les dejará tiempo para hacerlo. Muy pronto nos pondrán chips en el cerebro para que armemos nuestra propia programación. La televisión es la hija bastarda que tuvo el cine.
Si me preguntan por qué razón entonces trabajo en ella, la contestación es sencilla: para no tener que verla porque me encanta leer un buen libro sin cortes comerciales. Con el periódico de la mañana tengo mi cuota de angustia, crímenes, violaciones, secuestros, asesinatos a la carta y otras golosinas para el masoquismo.
Dibujo de: Wally Torta