domingo, 25 de diciembre de 2011

¡Ojo con el esnobismo!

Bernard Fougéres

domingo 25 de diciembre del 2011
Lo encontramos en El Satiricón, cortes reales, reuniones sociales. El llamado dandy era un esnob, en América latina un futre, palabra de poco uso. Encontré en mi biblioteca un Libro de los Esnobs publicado en 1848 por Thackeray. Me divertí encontrando militares esnobs, curas, clubes esnobs. El sarcástico autor desgrana frases como esta: “Muchas veces compramos el dinero demasiado caro”.

¿Qué es un esnob? Pues una persona que imita con afectación lo que está en boga, maneras, opiniones de quienes considera de moda para aparentar ser igual que ellos. Gasta más de lo que tiene, se endeuda con tal de ostentar lo que impone la moda. Si usa Benetton, crece su ego. ¿Qué pensará de la campaña publicitaria de esta marca donde destacados líderes se besan en la boca? Los hijos claman a los padres que no pueden ir al colegio sin zapatos Reebok, Nike, pantalones de marca, camisas Tommy Hilfiger, Gap, polos Ralph Lauren. Oí a un muchacho decir que no podía llegar a la escuela vestido de cholo. “El mundo es un espejo que refleja la imagen del observador” (Thackeray). Si ostento un reloj de precio vertiginoso, tengo dos posibilidades: provocar exclamaciones de admiración, envidia, o ser asaltado salvajemente por unos mozalbetes que no entienden la sutileza de mi elegancia. Les conté una vez la historia de aquel caballero víctima de un aparatoso accidente automovilístico. Se baja maltrecho del vehículo destrozado, exclama llorando: “¡Mi Mercedes!”. Un testigo dice: “Pero, señor, ¿cómo puede lamentar lo del coche si usted perdió el brazo izquierdo?”. El hombre mira su muñón desangrado y grita: “¡Mi Rolex!”.

A los conciertos puntuales van quienes gustan de la música, otros van muy de repente para ser vistos o porque es una de las pocas obras muy conocidas. Se puede pagar cien dólares para escuchar la orquesta de otro país mas no se acude a temporadas gratuitas que da nuestra brillante Orquesta Sinfónica de Guayaquil (así, con orgullosas mayúsculas). No existe música elitista sino música para quienes la aman sin limitarse a obras trilladas vendidas en colecciones de piezas básicas (el elemental ABC). No es pecado comprar cosas lindas, la falla ocurre cuando las tomamos en serio, terminan poseyéndonos. Manolito, amigo materialista de Mafalda, dice a Felipe, el soñador: “Si no tienes, ni siquiera eres”. ¿De qué sirvió la belleza de aquella candidata a un título internacional cuando declaró que Confucio fue quien inventó la confusión? Creo que la cultura existe para ser amasada como el pan, disfrutada, compartida, hacernos felices, no distinguirnos, menos aún para brillar. Cualquier ser que ama puede volverse mejor que quien pretende saber. Nadie es pobre cuando existe riqueza interior. La peor desgracia es no ser más que rico. El amor auténtico es inmortal, los bienes se esfuman.

¿Somos lo que poseemos? ¡No!... somos lo que amamos. ¿Por qué envanecernos si la vida es tan breve? Cuando nos pongan en el nicho como pan en el horno, ¿quién comentará nuestra mortaja de seda, el reloj Cartier, el ropaje importado. En mi corazón solo quedarán quienes he amado para siempre. Jamás olvido ni me arrepiento. Lo demás fue pamplina, envoltura.


Dibujo de: Omar Jaramillo

domingo, 18 de diciembre de 2011

Desafuero navideño

Bernard Fougéres

domingo 18 de diciembre del 2011
La gastronomía es un elemento más de aquella furia navideña que convirtió una fiesta espiritual en derroche pagano. La llegada del Divino Niño se volvió pachanga, endeudamiento, baile desquiciado de las tarjetas de crédito. Pensamos que sin satisfacciones materiales no podía existir alegría verdadera. Es parte de una campaña mundial que cubre el espectro de nuestro diario vivir. Al querer orientar nuestra sensualidad nos quisieron convencer de que “sin tetas no hay paraíso”. Nos lavaron el cerebro diciéndonos que sin el BlackBerry no éramos nadie, pero apenas salíamos blackberreados hizo su aparición el iPhone. Acabo de leer que la gente está desesperada por la llegada del smartphone. Si no tenemos no somos (Mafalda).

La familia frente al pesebre es imagen de antiguos álbumes. Desforestamos doquiera para tener un pino de verdad. Aparecieron árboles sintéticos con nieve artificial incluida (no cae nieve en Guayaquil que yo sepa). Las tarjetas hablan de paisajes suizos mientras vivimos la época más calurosa del año en un país pintoresco, entrañable. Los centros comerciales se llenan de compradores compulsivos: el consumismo salvaje está en auge. El Papá Noel se clona preguntándose los niños cómo puede haber tantos cuando se supone que es un personaje único, el barbón del jojojo se presta para promover artefactos electrodomésticos, la pizza con todo, el festín de Baltasar, la cena preparada en su domicilio. Los cajeros de los supermercados, los conserjes, los vendedores en las tiendas tienen que ponerse en la cabeza el gorro rojo con la borlita o el pompón, lo que me parece humillante. Se supone que el ambiente tiene que tornarse festivo y para eso nada mejor que el disfraz.

No me apetece ser parte del carnaval de diciembre ni pensar que sin pavo no hay Navidad, pues eso de doble pechuga me recuerda otro eslogan de campaña relacionado con las féminas y sus atributos. Lo importante será el amor que usted ponga en la mesa, no importa que llegue con arroz, pollo, menestra, pernil de chancho, meloso de gallina. Pueden comer lo que se les antoje o lo que les alcance. Hay un proverbio bíblico que reza con sabiduría: “Mejor es una comida de verduras donde hay amor que de buey engordado donde hay odio”. Que sea locro con cueritos, pescado a la plancha, pechugas de pollo a la parrilla, nunca llegará la comida a ser lo esencial. Por más que nos bombardeen con páginas a todo color, fotos impresionantes de platos barrocos, despliegue de tentempiés multicolores, estaremos esperando que la Navidad nos traiga algo de magia, recuerdos de infancia, cuando una naranja nos hacía felices, cuando los juguetes eran sencillos, cuando no soñábamos con regalos de lujo ni tecnología de punta, cuando la familia se reunía con el único afán de darse amor compartiendo el placer de comer juntos, cuando nos conformábamos con ser quienes realmente éramos en vez de entrar en competencia con nuestros vecinos. Una noche de Navidad, hace de eso muchos años, recibí esta tarjeta de mi amigo Pepe Gómez Izquierdo: “Navidad es cuando el amor se volcó en la Tierra”. Una sola luz en el alma equivale a cien mil focos navideños en la fachada.

Dibujo de: Thomas Thorspecken

domingo, 11 de diciembre de 2011

Valentina, mi pequeña extraterrestre

Bernard Fougéres

domingo 11 de diciembre del 2011
Vive en otro planeta al que tengo acceso cuando ella puebla con insistencia mis sueños, acompaña mis insomnios. Le calculo unos 7 u 8 años. No habla ni habló nunca, pero sus ojos tienen más magnetismo que cien mil imanes. Solo ella sabe que dentro de su ser alguien musita una melodía intraducible. Es sensible al afecto, pero lo siente como si fuera una corriente de agua dulce correteándole por el alma. Su mirada es impenetrable como la de las diosas, muchas veces pienso que oculta secretos indescifrables para quienes usan el lenguaje de los humanos. Mis amigos acostumbrados a mis lucubraciones dicen que escogí como amiga imaginaria a una pequeña autista, tal vez una niña que padece lo que antaño llamaron el pequeño mal; me dan charlas acerca de la epilepsia. No saben que en cierta religión tibetana, quienes sufren convulsiones son seres elegidos. Valentina no sabe que en la Edad Media se hablaba del mal de San Valentín. Julio César y Dostoievski padecieron estos síntomas.

Lo maravilloso de Valentina es que despide amor como del incienso emanan efluvios. Intentar penetrar en sus grandes ojos abiertos es como ingresar atrevidamente a un laberinto del que solo ella posee el hilo mágico de Ariana, aquel que permite salir de aquel enredo. De no tenerlo, usted puede quedar preso de su mirada, llevarla tatuada en su alma como quien mira el sol de frente y se queda largo tiempo con un círculo de luz en la retina. Su inocencia y su amor verdadero no tienen precio.

Valentina cabalga nubes, visita estrellas, viaja sin moverse a cualquier lugar. Su inexpresividad aparente se vuelve obsesiva, inolvidable. Se inventa un mundo de silencio donde ningún ruido puede alcanzarla. Al abstraerse de la vida cotidiana, logra suprimir el tiempo , tan solo el crecimiento de su cuerpo indica que es un ser terrestre. Albergo en mi corazón a miles de niños que por ser diferentes son llamados especiales. Unos padecen el síndrome de Down, pero más allá de sus características físicas suelen desarrollar una gran sociabilidad. Cuando, hace años, viajé a Cuenca para visitar un centro especializado, me asombró el cariño espontáneo que demostraron todas aquellas criaturas. Encontré un poema dedicado a estos chiquillos tan particulares: “Soy un niño especial, no preciso perdón ni penitencia . Nací ya perdonado; dicen que me falta inteligencia, tengo un don superior: la inocencia, es mi arma para amar y ser amado”. Glenda, desde Chile, escribe: “Quizás soñaste, mamá, que tu niño algún día sería arquitecto, médico, bombero, pero ya ves, seré un niño siempre: seguiré a tu lado buscando tu mirada, tu calor, tu amor. Perdón por no ser el bebé que tú esperabas, pero soy así y te enseñaré a amarme como yo te amo. Seré para ti la luna y entraré cada noche por tu ventana”.

Valentina no pidió permiso para irrumpir en mi corazón. Tumbó la puerta, se instaló, puso el cerrojo desde adentro. Por eso la siento mía aunque no conozca su planeta. Algún día ingresaré al corazón de ella y también cerraré el picaporte para quedarme.

Foto de: Amaury Martinez

domingo, 4 de diciembre de 2011

El perro

Bernard Fougéres

domingo 04 de diciembre del 2011
Reconozco que mi corazón puede volcarse, desquiciarse, desgoznarse por la simple mirada de un cachorro; aquel que me siguió hasta mi casa, hace poco, me descompuso en cuatro patadas. Aquellos sollozantes gemidos, gañidos reprimidos como si alguien lo hubiera maltratado, esta forma de mirar ladeando la cabeza sin apartar sus ojos de los míos me desarmó. Era del tipo fox terrier, entrañable bola de pelos (el lado que muerde indica donde está la cabeza). Entre gruñidos y aullidos prolongados, morro levantado, hocico al acecho, inició un diálogo que me causó a la vez pesar y malestar. Opté por resolver el asunto cerebralmente haciendo callar la molestosa reacción emocional o visceral que suelo tener en estos casos. Sostuve gallardamente la mirada del can, puse en mis ojos toda mi potestad de convicción, le hablé en voz alta para que no haya malinterpretación. “Vivo solo en un departamento pequeño no tengo patio ni jardín, no estoy dispuesto a levantarme cada noche, abrirte la puerta, sacarte al malecón para que levantes la pata contra inofensivas paredes”.

Me pareció que entendió porque movió la cabeza como signo de asentimiento, se relamió una cuantas veces, bajó la voz. Aproveché para dar los detalles que faltaban. “Padezco insomnio desde que duermo solo, murió mi esposa, me dopo a punta de Neuril y Rivotril. Si algo me despierta a medianoche no vuelvo a dormir. ¿Está claro?”. El can, al oír eso, convirtió su rabo en metrónomo. Leía en sus ojos de perro que ya se imaginaba recostado en mi colchón, rascándose de repente una oreja con la pata, bostezando hasta desencajarse las mandíbulas.

No tenía alternativa. Debía mostrarme firme, asumir mi absoluta libertad de elección. Le dije con la voz más inconmovible que pude: “Vete, deja de seguirme, encontrarás otra persona que acepte tomarte a cargo”. No sé si lo imaginé o si ocurrió de verdad: me pareció que frunció las cejas como gente, detuvo su metrónomo, se rascó el costado con algo de fastidio. Se acostó como esfinge, la parte delantera de su cuerpo en el suelo, la parte trasera levantada. Entendí que aquella actitud equivalía a una huelga de tiempo ilimitado: “aquí me quedaré hasta que cambies de opinión”. En regla general odio que alguien me lleve la contraria, busqué todas la exclamaciones, onomatopeyas, imprecaciones, interjecciones y apóstrofes que pude recordar; al chucho de marras le dije de todo en todos los tonos. Después de un tiempo que me pareció interminable, se levantó un poco vacilante, mirando hacia abajo para evitar un contacto con mis ojos, las orejas cansadas, la cola entre las piernas, el cuerpo agachado, encorvado como si hubiese tenido que llevar encima al mundo entero, se fue alejando pero de vez en cuando volteó la cabeza para cerciorarse de que no había cambiado de parecer, llegó así a dos cuadras de mi casa, dobló a la izquierda y desapareció. Me busqué lógicas excusas: “¿Cómo puedes conmoverte por un perro cuando cada año se mueren de hambre en el mundo más de cinco millones de niños?”.

No sé por qué entonces no puedo dormir ahora ni con Neuril ni con Rivotril.


No tenía alternativa. Debía mostrarme firme, asumir mi absoluta libertad de elección.

Dibujo de: Paige Keiser