lunes, 26 de julio de 2010

Un hombre llamado Monar

Bernard Fougéres
bernardf@telconet.net


domingo 25 de julio del 2010
Cuando los políticos hablan del pueblo se refieren a una potencial mina de votos. Desaparecen imágenes individuales para ceder el paso a una masa lanzando gritos. Para mí, el pueblo es suma de personas que dejan un sello especial. Puede ser aquel recolector de basura con el que entablé tertulia, el albañil que trabajó meses en mi casa, aquella colaboradora de mi hogar por cuarenta años casi convertida en hija mía, los porteros del edificio, la gente que me cuenta su vida en el supermercado, homicidas a los que entrevisté, lectores que me confían sus penas, alegrías, angustias, amigos católicos, evangelistas, budistas, testigos de Jehová (pero huyo de los fanáticos), el electricista mormón al que acudo en caso de problemas con mis artefactos domésticos, aquel asaltante de buses, hampón quizás pero maravilloso padre de un hijo epiléptico, el ciego que me reconoce con tan solo tocar mi mano, niños cariñosos con síndrome de Down. Hace unas semanas me quedé varado a diez kilómetros de Zapotal. Cambiar un neumático pinchado bajo un sol ardiente no es tarea agradable; me alegré mucho de que me ayudara Pedro, hombre servicial, cortés. Ingresé a Zapotal, sitio eliminado del recorrido hacia los balnearios. A la salida hallé una vulcanizadora. Fue entonces cuando conocí a un caballero cuyo rostro ostentaba nobleza. Reconocí aquella mirada franca que destila sinceridad, bondad, cultura. Unos cuantos niños llegaron, mirándome con curiosidad, luego risas, alegría. Así tomé contacto con el señor Monar. Reparó mi llanta, me hizo observar que la trasera derecha estaba algo desinflada, aquejada de un probable agujero. La desarmó, me indicó que solo le faltaba aire (yo hubiera pagado la compostura de uno o varios inexistentes pinchazos). Me llamó la atención aquella honestidad, así lo expresé. Me quedé conversando buen rato con este nuevo amigo. En mi próximo viaje le llevaré cualquier recuerdo; me gustaría realizar un programa de televisión con la gente de aquella población abandonada. El conocido restaurante del Chivo erótico se ha mudado como casi todos al lado de la autopista, pero quedan en la población vendedores de dulces (cocada, amor con hambre). Vaga por la calle uno que otro perro melancólico. Zapotal es ciudad fantasma.

Lo que llamamos pueblo son muchas personas, ora de transparente honestidad, ora desesperadas por solucionar angustias. Hay quienes venden terrenos inexistentes, aprovechadores, coyotes estafadores, mas queda cantidad de gente buena metida por desesperación en invasiones, actos reñidos por las leyes o una moral pública solapada. No soportaría ver una excavadora tumbar mi vivienda por más humilde o ilegal que fuera. Trato de no juzgar a nadie. Al final nos dejamos engañar por las palabras, caemos en el paternalismo. Lo esencial será siempre encontrar gente noble de gran corazón dispuesta a ayudar, a entregar cortesía más allá de los gritos en manifestaciones multitudinarias, gentileza –la más amable palabra del diccionario–. La tarea empieza cuando tratamos de ser nosotros mismos mejores personas. Todos somos pueblo. La gente humilde puede a menudo darnos lecciones.

Dibujo de: Ami Plasse

Fuente: Diario el universo

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