Bernard Fougéres
domingo 03 de abril del 2011
Me quedé admirado al leer que cinco modelos que pasaron alegremente la barrera de los cuarenta se hicieron retratar sin pizca de maquillaje, entre ellas, Claudia Schiffer, madre de tres hijos, y Cindy Crawford. Todos, sin excepción, quisiéramos lucir de la mejor forma, comprendo que una mujer desee un busto más pequeño, más grande, rejuvenecimiento facial. Nosotros quisiéramos lucir a veces más delgados, tener la melena de nuestra adolescencia, ostentar menos arrugas, ser más altos. Llega el momento en que nos interesa más que nos amen por lo que somos de verdad. Es la gloria del matrimonio.
Una mujer puede ser un dos en uno: la que pasa mucho tiempo frente al espejo haciendo desaparecer imperfecciones, la que se vuelve espectacular. Recuerdo ver a mi esposa cuando me quedaba enamorado de cada una de sus pestañas; las hechizaba con un cepillito especial, les daba forma con una tijera bastante rara que parecía instrumento de tortura, las hacía parecer más largas, luego aplicaba el color. El rizador hacía maravillas, así como el aplicador. Era la mujer con la que salía a reuniones. Al volver a casa, la operación inversa consistía en quitar todo el maquillaje con crema hidratante. Recuperaba a mi mujer tal como Dios me la mandó y amanecí a su lado para el desayuno tomado en común. Me pareció siempre mágica con o sin los pomitos mágicos de Blanca Nieves. Envejeció para los demás, no para mí. El amor da más luz al rostro que el mejor make up.
Cuando voy por las calles, hago mis compras en el supermercado, cruzo mujeres exageradamente maquilladas, otras cuyos labios ni siquiera llevan lápiz. Todo depende de la personalidad de ellas: conozco a unas cuantas que lucen genuinas, inocentes, bellas sin usar recursos. Escribo el presente artículo para los esposos que saborean el envejecer al lado de su cónyuge, compartieron el nacimiento de los hijos, aman o besan las cicatrices que dejaron las cesáreas. En realidad creo que la edad de una mujer importa menos que la forma como la lleva: hay princesas de veinte años, es cierto, mas hay mujeres gloriosas de cuarenta, de cincuenta, unas rebasan los ochenta, guardan entre lo que llamamos dulcemente líneas de expresión, el mapa de su vida entera. Podemos llegar a ser viejos regañones o regalar sonrisas a cada paso. A partir del momento en que nos volvemos esclavos de nuestra apariencia corremos el riesgo de no ser lo que realmente somos. Entonces acechan lo artificial, el miedo de no seguir siendo eternamente jóvenes, olvidamos que envejecer es la única forma de no morir. Entrevisté el año pasado a una muy querida dama de ojos celestes, con 98 años a cuestas, más juvenil que muchos de nosotros, capaz, como me lo dijo, de brindar con una copa al sol naciente de cada nuevo día. ¿Cómo no amar a una mujer así? “La edad no nos protege del amor, pero el amor, en cierta medida, nos puede proteger de la edad” (Jeanne Moreau). Tenemos las arrugas que merecemos, podemos escogerlas: bondad abierta o amargura cerrada.
Una mujer puede ser un dos en uno: la que pasa mucho tiempo frente al espejo haciendo desaparecer imperfecciones, la que se vuelve espectacular. Recuerdo ver a mi esposa cuando me quedaba enamorado de cada una de sus pestañas; las hechizaba con un cepillito especial, les daba forma con una tijera bastante rara que parecía instrumento de tortura, las hacía parecer más largas, luego aplicaba el color. El rizador hacía maravillas, así como el aplicador. Era la mujer con la que salía a reuniones. Al volver a casa, la operación inversa consistía en quitar todo el maquillaje con crema hidratante. Recuperaba a mi mujer tal como Dios me la mandó y amanecí a su lado para el desayuno tomado en común. Me pareció siempre mágica con o sin los pomitos mágicos de Blanca Nieves. Envejeció para los demás, no para mí. El amor da más luz al rostro que el mejor make up.
Cuando voy por las calles, hago mis compras en el supermercado, cruzo mujeres exageradamente maquilladas, otras cuyos labios ni siquiera llevan lápiz. Todo depende de la personalidad de ellas: conozco a unas cuantas que lucen genuinas, inocentes, bellas sin usar recursos. Escribo el presente artículo para los esposos que saborean el envejecer al lado de su cónyuge, compartieron el nacimiento de los hijos, aman o besan las cicatrices que dejaron las cesáreas. En realidad creo que la edad de una mujer importa menos que la forma como la lleva: hay princesas de veinte años, es cierto, mas hay mujeres gloriosas de cuarenta, de cincuenta, unas rebasan los ochenta, guardan entre lo que llamamos dulcemente líneas de expresión, el mapa de su vida entera. Podemos llegar a ser viejos regañones o regalar sonrisas a cada paso. A partir del momento en que nos volvemos esclavos de nuestra apariencia corremos el riesgo de no ser lo que realmente somos. Entonces acechan lo artificial, el miedo de no seguir siendo eternamente jóvenes, olvidamos que envejecer es la única forma de no morir. Entrevisté el año pasado a una muy querida dama de ojos celestes, con 98 años a cuestas, más juvenil que muchos de nosotros, capaz, como me lo dijo, de brindar con una copa al sol naciente de cada nuevo día. ¿Cómo no amar a una mujer así? “La edad no nos protege del amor, pero el amor, en cierta medida, nos puede proteger de la edad” (Jeanne Moreau). Tenemos las arrugas que merecemos, podemos escogerlas: bondad abierta o amargura cerrada.
Dibujo de:
Fuente: Diario el universo
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