domingo, 12 de septiembre de 2010

La violencia de un juguete

Bernard Fougéres
bernardf@telconet.net
domingo 12 de septiembre del 2010
El Centro Cultural Simón Bolívar estuvo repleto. Ni un asiento libre. Magia jamás desconcertante, más bien concertante en el sentido que se da en música a la palabra: obra en la que se destacan varios solistas, cada reacción siendo fruto de larga paciencia, trabajo gestual, sincronización, movilidad extrema, distorsiones faciales, interminables ensayos hasta lograr el impacto. A pesar de las risas del público, no tuve en ningún momento la sensación de presenciar una comedia pura. Presumo que en el siglo XVII, cuando Harpagón se deshacía en llanto frente al robo de sus ahorros, los espectadores experimentaban sensaciones contradictorias. Moliére escribió: “Salen errados nuestros cálculos siempre que entran en ellos el temor o la esperanza”. Sin querer, fueron los sentimientos que la obra clavó en mí en múltiples astillas. El burgués gentil hombre tenía algo que ver con los pelucones de hoy. Las preciosas ridículas se reencarnarían en la Susana de Quino. Tartufo sigue solapado entre iglesias.

A pesar de la clásica ley de las tres unidades no existe tiempo en lenguaje teatral. Hubo momentos en que el coro hubiese podido divertir a quienes presenciaron en Epidauro las comedias de Aristófanes. No cambia el ser humano, queda un trasfondo que desnuda la despiadada memoria teatral. El escenario recurre a la diversión para incitar a la provocación. “Extraer de la música el secreto, el tono de su alarido pues los gritos se tensan” (Pessoa). Los actores hubieran podido llegar al público leyendo la guía telefónica. Utilizaron silencios, chillidos, clamoreos insistentes, inmovilidad, gesticulación, sensibilidad bipolar, ironía vestida de humor en explosivo o silencioso coctel, plasticidad de cuerpos al servicio de complicaciones anímicas, irreverencia, juego que terminó donde empezó la angustia, dolor adentro locamente proyectado: algo que sabe hacer el zoom en el cine. Las payasadas dieron la impresión de que vivíamos un “sano esparcimiento” haciéndonos olvidar que estuvimos frente al espejo de nuestro yo delirante. Recordé la película La vita e bella. Viví en la secuencia del organillo computarizado de Pandora, las muecas, los bailes desaforados, el silencio comentado de los cuerpos derramados, aquella actora que se lanzó a la mar en medio del público; en el escenario, a pesar del obvio trabajo actoral, vi una inmensa libertad. De Antonin Artaud recuerdo siempre. “La vejez empieza por las manos” pues habría mucho que decir acerca de las mutilaciones que obsesionan a Miguel Donoso Pareja por ser ausencias siempre presentes.

Disciplina, ética. Volveré a ver la obra para recoger dardos que zumbaron cerca sin dejarme tiempo de identificarlos. Risas alocadas se hicieron añicos en las tablas, no pude reconstituirlas. Santiago mira el cielo, el horizonte, el suelo, se desarticula entre la caída, el baile, la carrera de Sísifo. Me pregunto cómo sobrevive cuando abandona las tablas, se topa con la realidad doméstica. Al actuar se convierte en sí mismo, dueño de su lenguaje. Ha de ser intenso. En el Japón, lo captarían sin necesidad de traducciones. En la Trinitaria también. “El teatro no puede desaparecer porque es el único arte donde la humanidad se enfrenta a sí misma”, dijo Arthur Miller. Tronaron interminables aplausos. Salí en silencio, algo trastornado.


Dibujo de: Thomas Thorspecken

Fuente
Diario el universo

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