domingo, 19 de junio de 2011

¿Existen todavía románticos?

Bernard Fougéres

domingo 19 de junio del 2011
Estoy escuchando la sexta sonata de Paganini: llora el violín su melodía desolada. Anteriormente, el arrebatado Berlioz se desató en su Romeo y Julieta, Bruckner lanzó el terrorífico scherzo de su novena sinfonía. En realidad lo que llamamos romanticismo nació cuando el arte quiso escaparse de las normas. Recordemos a Beethoven: “Quiero conocer todas las reglas para encontrar la mejor forma de violarlas”. Las cuatro notas que inician la quinta sinfonía, el silencio que las sigue, son como señales que presagian un mundo libre donde el corazón podrá expresarse sin limitaciones. Adiós al bajo continuo, a la rigidez clásica. Pero decir “romántico” luce atemporal, aun cuando se usa la palabra para caracterizar un movimiento artístico nacido en el siglo XIX. Realmente el romanticismo existió siempre. Es famosa la frase: “¿Quién que Es, no es romántico?” Si el término se refiere a una expresión afiebrada de los sentimientos, emociones, desbocamiento de la imaginación, conciencia social, afición al exotismo, creo que Goya más que Delacroix es la equivalencia de Beethoven. Después de todo mueren casi al mismo tiempo; pero Catulo, Propercio, Ovidio supieron ser románticos hace más de dos mil años así como la lesbiana Safo, dedicando a sus amantes femeninas versos incendiarios: “Hasta en el infierno estoy contigo, me vuelvo seca de tanto esperar. El amor dulce-amargo, incontenible, estremece mis miembros, me pongo a temblar. Trajiste fuego a mi corazón que se incendia por ti”: triunfo del lirismo desbocado, afición al amor imposible.

A veces pienso en la otra cara de la medalla. Más allá de los romances amorosos asoma la vida realista, prosaica de grandes personajes. Cuando Chopin y George Sand regresan de Palma de Mallorca, efectúan el viaje a bordo de un buque hediondo que lleva una carga de cerdos. Los animales encerrados se vuelven locos en medio de la tormenta, lanzan gruñidos de terror. La amante del compositor polaco se expresa con gran amargura al hablar de Chopin: “Suda mucho, apesta”. Él dice que no resiste “aquellos ocho años de vida organizada”. Ella contesta: “Ya van casi nueve que yo, llena de vida, estoy atada a un cadáver”. En Valldemosa, los habitantes de la isla los miran con recelo o desprecio. George Sand lleva pantalones, fuma cigarros, vive con un hombre sin estar casada. Resulta interesante leer la biografía de Sand cuando a los sesenta años enloquece por la política: “Estoy harta de los partidos políticos y de los borregos que se entregan a una sola persona”. Chopin muere a los treinta y nueve, ella a los setenta y dos, convertida en dama respetable. Cuando Chopin agoniza en París, su hermana busca a un médico, solo consigue a un pediatra: el doctor Blanche. El compositor susurra: “¡Me parece bien: siempre tuve alma de niño!”. Más allá del romanticismo se anida la ingenua ternura.

Dibujo de: Thomas Thorspecken




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