domingo, 4 de diciembre de 2011

El perro

Bernard Fougéres

domingo 04 de diciembre del 2011
Reconozco que mi corazón puede volcarse, desquiciarse, desgoznarse por la simple mirada de un cachorro; aquel que me siguió hasta mi casa, hace poco, me descompuso en cuatro patadas. Aquellos sollozantes gemidos, gañidos reprimidos como si alguien lo hubiera maltratado, esta forma de mirar ladeando la cabeza sin apartar sus ojos de los míos me desarmó. Era del tipo fox terrier, entrañable bola de pelos (el lado que muerde indica donde está la cabeza). Entre gruñidos y aullidos prolongados, morro levantado, hocico al acecho, inició un diálogo que me causó a la vez pesar y malestar. Opté por resolver el asunto cerebralmente haciendo callar la molestosa reacción emocional o visceral que suelo tener en estos casos. Sostuve gallardamente la mirada del can, puse en mis ojos toda mi potestad de convicción, le hablé en voz alta para que no haya malinterpretación. “Vivo solo en un departamento pequeño no tengo patio ni jardín, no estoy dispuesto a levantarme cada noche, abrirte la puerta, sacarte al malecón para que levantes la pata contra inofensivas paredes”.

Me pareció que entendió porque movió la cabeza como signo de asentimiento, se relamió una cuantas veces, bajó la voz. Aproveché para dar los detalles que faltaban. “Padezco insomnio desde que duermo solo, murió mi esposa, me dopo a punta de Neuril y Rivotril. Si algo me despierta a medianoche no vuelvo a dormir. ¿Está claro?”. El can, al oír eso, convirtió su rabo en metrónomo. Leía en sus ojos de perro que ya se imaginaba recostado en mi colchón, rascándose de repente una oreja con la pata, bostezando hasta desencajarse las mandíbulas.

No tenía alternativa. Debía mostrarme firme, asumir mi absoluta libertad de elección. Le dije con la voz más inconmovible que pude: “Vete, deja de seguirme, encontrarás otra persona que acepte tomarte a cargo”. No sé si lo imaginé o si ocurrió de verdad: me pareció que frunció las cejas como gente, detuvo su metrónomo, se rascó el costado con algo de fastidio. Se acostó como esfinge, la parte delantera de su cuerpo en el suelo, la parte trasera levantada. Entendí que aquella actitud equivalía a una huelga de tiempo ilimitado: “aquí me quedaré hasta que cambies de opinión”. En regla general odio que alguien me lleve la contraria, busqué todas la exclamaciones, onomatopeyas, imprecaciones, interjecciones y apóstrofes que pude recordar; al chucho de marras le dije de todo en todos los tonos. Después de un tiempo que me pareció interminable, se levantó un poco vacilante, mirando hacia abajo para evitar un contacto con mis ojos, las orejas cansadas, la cola entre las piernas, el cuerpo agachado, encorvado como si hubiese tenido que llevar encima al mundo entero, se fue alejando pero de vez en cuando volteó la cabeza para cerciorarse de que no había cambiado de parecer, llegó así a dos cuadras de mi casa, dobló a la izquierda y desapareció. Me busqué lógicas excusas: “¿Cómo puedes conmoverte por un perro cuando cada año se mueren de hambre en el mundo más de cinco millones de niños?”.

No sé por qué entonces no puedo dormir ahora ni con Neuril ni con Rivotril.


No tenía alternativa. Debía mostrarme firme, asumir mi absoluta libertad de elección.

Dibujo de: Paige Keiser

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