Bernard Fougéres
bernardf@telconet.net
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domingo 07 de noviembre del 2010
Que dos personas construyan un amor, lo mantengan durante varias décadas luce mágico. Nunca olvidamos a quien compartió nuestra vida durante tanto tiempo. El sueño fue eternizar el sentimiento, conocer las fallas de nuestra pareja, sus noblezas, debilidades, repentinos estallidos, risas alocadas, penas escondidas. Él perdió la silueta de figurín que tenía a los veinte. Ella, después de las cesáreas, ostentó aquellas cicatrices que se besan con infinita ternura. En el pasado quedaron huellas de parturienta, transcurrieron años, llegó la menopausia, se deshojaron árboles, calendarios. La piel no logró sortear las arrugas. El sueño de envejecer juntos se truncó. Cada cual hubiera poseído sus frascos, remedios, vitaminas, lentes, quizás un bastón, un aparato auditivo. La ternura tranquiliza la loca pasión, el sueño se vuelve más ligero, los cuerpos pierden su frescura, mas, ella hubiera dado su sangre, sus plaquetas, o quizás lo hizo él. Hubieran abierto la boca para decir lo mismo al mismo tiempo, reído como tontos al recordar que una vez fueron criaturas.
Quienes logran perennizar el amor se cuidan hasta cuando duermen. Cogidos de los ojos, se protegen mutuamente. Les sobrecoge el terror de que podría morir el otro. Quisieran irse juntos. Aquel o aquella que sobrevive, busca por doquiera migajas de recuerdos. A veces uno de ellos se extingue como vela. Surgen infarto, cáncer, leucemia, derrame, accidentes automovilísticos, caídas que nadie puede prever. Presumo que perder a un hijo, una hija, ha de ser más cruel todavía. El amor lleva dentro el embrión de su posible muerte. Llega el duelo de unos años, etapa en la que uno se encierra, huraño, salvaje, en medio de los recuerdos. Nadie puede ayudar, pocos comprenden.
La soledad taladra, tortura, las paredes se vuelven insufribles. Volver a casa es llegar al no man’s land, tomar pastillas para dormir a como dé lugar, querer salir sin tener dónde ir, aturdirse sin prestar atención a lo que hacemos. Hay que ponerse una máscara para no afligir a los demás, mas, el corazón sigue con aquella fisura difícil de cerrar. No hablamos casi con nadie. El teléfono se vuelve inoportuno, miramos el entorno con indiferencia, nos volvemos injustos con quienes nos aman, nuestro dormitorio se torna refugio, cárcel, infierno silencioso. A veces quisiéramos desaparecer o frecuentemente no ver a nadie.
Se arrastra el tiempo, sabemos que no volverá a asomar la cómplice especial, informal, capaz de serenar aquella desolación, alejada del rígido esquema social, la etiqueta exquisita. Es difícil explicar a los demás lo que ocurre en nuestra propia existencia. La vida será siempre sinfonía inconclusa. Más importa lo que llevamos en el corazón que la marca de nuestra ropa. No logran Cartier Rolex o Bulgari detener el tiempo.
Fluye sin cesar el correo de mis lectores. Dedico este artículo a quienes vivieron aquella misma circunstancia. Solo ellos pueden comprender. La vida consiste de pronto en juntar pedazos dolidos de un amoroso rompecabezas. Amar es la única forma de sobrevivir. Decían los romanos: “Es una locura amar a menos de que se ame con locura”. Cuando dejamos de amar, empezamos a morir.
Dibujo de: Goñi Montes
Fuente: Diario el universo
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