Pareja abarquillada, encogida, noventa y tantos, temblequean sus manos, destilan las pupilas miradas mojadas, se quedan dormidos en cualquier parte. Oyen entre algodones como cuando se bosteza largo. Él y ella, recuerdos zurcidos, se alejan cogidos de los ojos para volver en pos de la estocada. No saben de dónde vendrá. Mañana se abrirán todos los diques de sus cuerpos, se irán de puntillas para no molestar a nadie. Ella, de niña, jugaba a la rayuela, él enamoraba a las doncellas. Todavía andan cogidos de la mano.
Se van a misa: incienso, rosarios, hostias hechas con enaguas de ángeles almidonados, comulgan con un trémulo te quiero a flor de ojos, buscan el sol como lagartos, lloran sin motivos, perdieron el control de sus recursos hidráulicos, se hace agua el alma, se trastocan los esfínteres. La cabeza chacolotea, niega, rechaza, duda. De noche no duermen, auscultan latidos, estertores. Bosteza en algún vaso una dentadura postiza. La piel se resquebraja, se agrieta. En las manos aparecen flores del otoño. Se levantan de noche, meditan entre baldosas mientras un ruido líquido se ovilla en el inodoro. Se detiene la angustia a media garganta cada vez que fallece un conocido. Se cuidan el uno al otro hasta cuando duermen.
A veces llegan al hospital para el electrocardiograma, salpicón fosforescente, relámpago saltamontes, puntito verde capaz de volverse línea recta. Los médicos intentan resucitar a los ancianos mas suena ocupado el privado de los dioses. Cuando llega el último momento, huelen los ancianos a cirio consumido, clavel entumecido, pasado clandestino. Cada centímetro de su piel se vuelve territorio donde avanza la fatalidad.
Arquean las cejas, arrugan la frente, mueven sus antenas, hacen ajustes, no logran sintonizar en sus pantallas la huidiza realidad, se caen de bruces en una escalera cualquiera. Tiemblan mareados por el papel tapiz donde se agitan recuerdos de lo que jamás sucedió. Deliran, rememoran lo de siempre mas no lo de ayer. Hacen cola en el banco sin recordar lo que buscan. Corcovados, ignoran que una lápida pondrá la última fecha al lado de la primera olvidando que entre ellas hubo vida. Se detienen boquiabiertos en el filo de una frase, la memoria titubea, domestican saliva alrededor de una sonrisa. Nunca aprendieron a toser, lo hacen de oído. Se desgarra la garganta en una crisis que los pone al borde de la asfixia, beborrotean el elixir que un familiar les presenta en cucharita, jarabe meloso, mejunje de amargor. Comulgan absortos con la medicina. Se siguen amando con ternura indeleble, quisieran irse juntos, esfumarse en el mismo sueño. Hay en sus pupilas anhelos de dormir una siesta. Medio disueltos en su tisana (agua de vieja dicen) miran sin ver el frasco lleno de píldoras. Pierden pie en medio de tantos miasmas, sus ojos buscan, locas brújulas, el norte inalcanzable: fuera del valle de lágrimas no hay bifocales para el alma. Las moscas zumbarán preguntas que no contestarán sus ojos abiertos. Cuando por fin mueran, el perro de la casa olfateará, los buscará por todas partes. Morir no es fácil, es llevar entre dientes un guachito: Dios es el premio posible de la última lotería.
Dibujo de:
Fuente: Diario el universo
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