Solo me comprenderán quienes perdieron de cualquier forma al ser amado. La muerte no existe, inventamos el tiempo. Sucedió en una playa a la que acudía cuando me acosaba el insomnio. Me lanzaba a la carretera hecho un bólido, la canción de Celine Dion When i need you a todo volumen. Llegaba con el corazón en un hilo, me arrullaba el vaivén de las olas. El agua, en su chapaleteo, llenaba cavidades entre rocas. Aquella noche uno de estos hoyos emitió un sonecillo mientras el agua se estremecía. Estalló un flash de escamas azules. Me agazapé, atento al zumbido que fluctuaba entre vuelo de abeja, nota de violonchelo. Extendí la mano, busqué a ciegas entre anfractuosidades; un cacho de cristal me laceró el índice, sentí el relámpago de dolor, brotó un hilito de sangre. Avancé a tientas, la sal del mar hecha lágrimas, toqueteando, sobando rugosas paredes hasta sentir cómo se deslizaba entre mis dedos lo que pareció ser un pececillo. Logré asirlo a pesar de sus convulsiones.
La vi. Era una sirena minúscula, cabía en mi mano. Sus ojos pequeñísimos parecían implorar. Atribuí todo a mi fantasía, mas, una voz dulce me licuó el corazón, me cautivó con murmullos de mar: “No hay veda de sirenas, llévame contigo”. Intuí que debía fugar hacia la ciudad donde la gente seria duerme de noche, despierta de día, no entiende que el amor es locura. Los seres que mueren adoptan para volver formas extravagantes: luces, sonidos, peces, ángeles, gatos con ojos llenos de esmeraldas.
La tentación era grande. En un jarro de boca ancha cuya tapa llevaba agujeros puse agua de mar, zambullí a la sirena, cerré el frasco. Al llegar a mi departamento, la solté en la tina del baño. Prendí velitas a su alrededor. Ella reconoció de inmediato el lugar. Vivo solo. Los días pasaron, la sirena creció. A los pocos meses era una adulta, vestía de blanco, inventaba palabras que solo nosotros entendíamos, recitaba versos que me obsesionaban: “Es hora de agradecer. Con tus desacuerdos descubriste mi verdad”. Me dejé domesticar sin medir consecuencias. Murmulló: “No sufras. Me descubriste un día y me quedé en ti. El tiempo no existe. El mundo está dentro de nosotros”.
Supimos acoplar nuestras almas con trastornos parecidos a los que desquician los cuerpos. Aprendió a nadar en mis ojos, chapotear en mi boca pero sufría por el cambio de hábitat. Inventamos felicidad. Cambió de repente, la noté desmejorada, melancólica. Tenía que devolver aquella sirena a la catedral del mar de donde la rescaté. Lloré como se llora en los duelos, mas decidió retornar al océano. El mar es igual a la muerte que siempre vuelve a ser vida; el amor mismo nunca termina de ser. Sé que algún día viviré en aquel mundo donde ella escondió los sueños que se llevó aunque no pudieron plasmarse en el limitado universo de los humanos. Me sigo levantando por las noches cuando aúlla mi computadora, maúlla mi gata, gime el viento en la ventana, vuelo hacia la playa a velocidad suicida con la esperanza de nunca llegar.
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