Bernard Fougéres
domingo 14 de agosto del 2011
Aquello de sentirme guayaquileño no nació de golpe. Llevo 46 años aquí de los que compartí 40 con Evelina, entrañable guayaquileña. Poco a poco se hizo la simbiosis. No entré yo en la ciudad, fue la ciudad que se metió en mí. Tuve que aprender un idioma del que solo conocía cuatro frases que no me sirvieron, pues en vez del “¿Cómo está usted?”, me bombardearon con “¿Qué tal, qué fue, qué hubo, qué hay?”. Mi primer gancho al corazón sucedió cuando Evelina organizó una campaña a favor del compositor Gonzalo Vera Santos quien cruzaba momentos difíciles. Conocí entonces de mi amigo Abel Romeo Castillo aquel poema musicalizado por Gonzalo: Romance de mi destino.
“Todo lo que quise yo, tuve que dejarlo lejos” fue el tema profético con el que ilustré la desesperada salida de tantos emigrantes a bordo de naves destartaladas. Mantuve con Carlota Jaramillo una amistad de años. La entrevisté en su casita, la llevé a Calacalí, tan emocionada, abrigándola con mi chompa bajo lluvia persistente. Se agolpó mucha gente que la reconocía alrededor del busto que la eterniza. Fue su última salida, murió poco después. No puedo escuchar Sendas distintas sin evocar a aquella muchacha de 22 años que se enamoró de Jorge Araujo Chiriboga quien tenía 35. “Yo soy el viejo soñador, tú la niña apasionada. Soy un castillo abandonado, tú un rosal abierto junto al muro”. Recuerdo a Carlota rompiendo a llorar mientras me decía: “Bernard, yo le pediría a Dios, si fuera posible, si fuera lógico, que me devolviera a mi marido”. Aparecen Homero Hidrovo, tocando para mí un preludio de Bach, Segundo Guaña lamentando el costo de la vida y su pensioncita, Rosalino Quintero en un especial mío acompañando a los Miño Naranjo y Marielisa. De pronto estoy tocando piano en casa del entrañable caballero Rafael Carpio Abad, autor de Chola cuencana. El pollo Ibáñez, a los 90 años, canta en mi show Guayaquil de mis amores.
Empecé a sentirme ecuatoriano cuando me impactaron ciertos temas de la música popular, cuando la sentí, también cuando Juan Fernando Velasco grabó El aguacate, cuando las notas del himno nacional, en determinadas circunstancias, me llevaron al filo de las lágrimas, cuando consideré como un ícono a este roble de 90 años llamado Carlos Rubira Infante, representante del Guayaquil que todos añoramos, ciudad hecha de cortesía, caballerosidad. “La vida yo la diera para no verla sufrir”.
Me siento guayaquileño cuando mis cuarenta años en la pantalla se mezclan con recuerdos de gente que me aborda a diario, regalando gentileza, preguntando “¿Y qué es de Mafalda?”, queriendo tomarse foto con el celular. Soy parte de sus recuerdos, son parte de los míos. Cuarenta y seis años viviendo junto al río, viendo que llega el sol, sube la luna, se van los años, llegó el otoño. Poco a poco siento como si hubiera nacido en esta tierra, sabiendo que en ella también descansaré para siempre junto a la mujer a la que me une un amor eterno. Todo lo que quise yo, aquí lo encontré.
Foto de: Amaury Martinez
Fuente: Diario el universo
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