Bernard Fougéres
domingo 04 de septiembre del 2011
Es el mal del siglo. Hubo una época en que el ser humano soñaba con amar a la misma persona durante toda su vida, mas llegó el consumismo, invadió los sentidos, ingresó al corazón, contaminó el alma. Amar para siempre se ha vuelto un juramento anticuado. Los que psiquiatras llamaban antes “ciclotímicos” se convirtieron en bipolares.
Se exaltan, se enamoran a la velocidad del rayo, prestan al objeto de su afecto las más tiernas cualidades pero por un motivo casi siempre insignificante, sin siquiera entenderse a sí mismas, desnudan el árbol de Navidad que se habían inventado, lo convierten en tronco seco, desaparecen lucecitas, ilusiones, adornos. Hay que inventar otro sueño. Se vive de tumbo en tumbo con la pesada carga de no poder construir nada duradero. El cambio constante evita enfrentarse con uno mismo.
Si usted experimenta las mismas mariposas en el estómago después de vivir décadas con la misma persona, aman de verdad. Leo cartas que me escribió el ser amado hace veinte o treinta años, el corazón me sale del pecho, asoman lágrimas de profunda ternura. La pasión devoradora no suele durar más de un año. Recibo tanto correo de gente víctima de aquello. No sé qué contestar. La bipolaridad parece incurable, a veces se la puede manejar. Cuidado con las personas eufóricas: suelen tener baja la autoestima. Leo en uno de mis tantos correos: “Sufro porque ya no tengo reservas de ganas para seguir batallando”, “estuve más de un año con un hombre que reniega ahora de todas las cosas hermosas que me dijo o me escribió. Ni siquiera ama a otra. Simplemente, yo que lo era todo para él ahora soy menos que nada. Quisiera él que seamos buenos amigos como si nada hubiera pasado”. El bipolar busca paz, no la encuentra. He aquí otro correo: “Necesito de alguien, lucho hasta conquistarlo pero luego, cuando ya lo tengo, siento que no es lo que necesito, entonces espero que aparezca otro”. Sedantes, tranquilizantes, píldoras de felicidad, Prozac y compañía no hacen más que agravar el problema. La felicidad no se vende en cápsulas ni existe empaste para rellenar un corazón vacío. No han inventado estabilizadores de emociones para contrarrestar el desastre cuando se malogra el timón del barco, cuando el avión cae en picado, cuando nada nos satisface porque buscamos la felicidad en caminos equivocados. La bipolaridad tiene un impacto demoledor en las relaciones afectivas. La exaltación, la idealización no llevan a ninguna parte. Amar es estar cuando el ser amado nos necesita. Por algo será que nos dicen: “En la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad”. Quienes han cuidado de su pareja por un cáncer terminal, el VIH, el enfisema pulmonar, lo que sea, saben que no hay mayor oportunidad para manifestar el amor. El sentimiento auténtico no sabe de sexo, de diferencias. Cuando veo a una mujer cuidar de su esposo parapléjico, o viceversa, siento una inmensa admiración, lo mismo experimento frente a los padres de hijos autistas: amar sin esperar nada en cambio es sublimación al más alto nivel. Amamos cuando logramos desprendernos de nosotros mismos.
Se exaltan, se enamoran a la velocidad del rayo, prestan al objeto de su afecto las más tiernas cualidades pero por un motivo casi siempre insignificante, sin siquiera entenderse a sí mismas, desnudan el árbol de Navidad que se habían inventado, lo convierten en tronco seco, desaparecen lucecitas, ilusiones, adornos. Hay que inventar otro sueño. Se vive de tumbo en tumbo con la pesada carga de no poder construir nada duradero. El cambio constante evita enfrentarse con uno mismo.
Si usted experimenta las mismas mariposas en el estómago después de vivir décadas con la misma persona, aman de verdad. Leo cartas que me escribió el ser amado hace veinte o treinta años, el corazón me sale del pecho, asoman lágrimas de profunda ternura. La pasión devoradora no suele durar más de un año. Recibo tanto correo de gente víctima de aquello. No sé qué contestar. La bipolaridad parece incurable, a veces se la puede manejar. Cuidado con las personas eufóricas: suelen tener baja la autoestima. Leo en uno de mis tantos correos: “Sufro porque ya no tengo reservas de ganas para seguir batallando”, “estuve más de un año con un hombre que reniega ahora de todas las cosas hermosas que me dijo o me escribió. Ni siquiera ama a otra. Simplemente, yo que lo era todo para él ahora soy menos que nada. Quisiera él que seamos buenos amigos como si nada hubiera pasado”. El bipolar busca paz, no la encuentra. He aquí otro correo: “Necesito de alguien, lucho hasta conquistarlo pero luego, cuando ya lo tengo, siento que no es lo que necesito, entonces espero que aparezca otro”. Sedantes, tranquilizantes, píldoras de felicidad, Prozac y compañía no hacen más que agravar el problema. La felicidad no se vende en cápsulas ni existe empaste para rellenar un corazón vacío. No han inventado estabilizadores de emociones para contrarrestar el desastre cuando se malogra el timón del barco, cuando el avión cae en picado, cuando nada nos satisface porque buscamos la felicidad en caminos equivocados. La bipolaridad tiene un impacto demoledor en las relaciones afectivas. La exaltación, la idealización no llevan a ninguna parte. Amar es estar cuando el ser amado nos necesita. Por algo será que nos dicen: “En la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad”. Quienes han cuidado de su pareja por un cáncer terminal, el VIH, el enfisema pulmonar, lo que sea, saben que no hay mayor oportunidad para manifestar el amor. El sentimiento auténtico no sabe de sexo, de diferencias. Cuando veo a una mujer cuidar de su esposo parapléjico, o viceversa, siento una inmensa admiración, lo mismo experimento frente a los padres de hijos autistas: amar sin esperar nada en cambio es sublimación al más alto nivel. Amamos cuando logramos desprendernos de nosotros mismos.
Dibujo de:
Fuente: Diario el universo
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