Bernard Fougéres
domingo 25 de septiembre del 2011
Cuando, en contadas oportunidades, sentí que estuve a punto de odiar a alguien, proyecté una inscripción en mi lápida: “Pasó la vida, amargado, resentido, odiando”. Imaginé muerta a la persona que hubiera podido execrar y sentí pena. Es difícil por no decir absurdo seguir odiando a una persona muerta. Pensé en la culminación de la más bella oración que tienen los cristianos: “Y perdónanos nuestras ofensas como perdonamos a quienes nos ofendieron”. No es solamente una fórmula religiosa sino un precepto de vida. Quien no perdona deja de ser cristiano pero también deja de ser humanista. Soy una hoja del calendario revoloteando en el viento, un simple mortal. Cosecharé a lo largo de mi vida lo que habré sembrado. Me amarán si he amado, me odiarán si he odiado. El hombre que odia se desquicia por gusto, preso de una pasión inútil. La cara se crispa, se incendian los ojos, sube el tomo de la voz hasta los agudos. El odio corre, agitado, convulsionado, pudiendo llegar a la eclampsia, el tartamudeo, lo que los psiquiatras llaman “toxicosis gravídica” cuando afecta a una mujer en estado de gestación. Lo más tierno que puedo haber dicho a la mujer amada fue: “estoy embarazado de ti”. En el caso del odio, estamos embarazados de monstruos que deberían quitarnos el sueño. En francés la palabra embarassé significa: desconcertado, cortado, sintiéndose mal en su piel (embarassed en inglés). El odio causa contracciones en todo el organismo, quita el sueño, puede provocar infarto. Ha de ser horrible eso de morir con la boca abierta arrojando culebras o rabotadas. Un proverbio reza: “Quien todo lo quiere, de rabia muere”. Escribo eso porque recuerdo haber visto fallecer en París a un conocido mío a quien habían despedido de su empleo en forma injusta. Lo vi prácticamente ahogarse de la indignación, desplomarse para siempre. Más vale fallecer, sin las botas puestas, en algún fornicio desaforado, como les sucedió a ilustres hombres de aquí y de allá (no daré nombres, ustedes saben). Morir haciendo el amor es el privilegio de honorables amancebados.
El amor anda sereno, enfrenta con placidez las borrascas, los chubascos, el granizo de los insultos telefónicos, el graznido de cuervos o gallinazos. Se queda sentado con una sonrisa a flor de labios mientras transcurre el tiempo. Una vez desatado, el amor se dedica a luchar cuerpo contra cuerpo sin que haya ni vencedor ni vencido. La vida es corta, el camino lleno de sorpresas. Quien más grita algún día tendrá una barbillera para que no se le caiga la mandíbula. El amor es deseo de paz, mano abierta, reconocimiento de los errores, facilidad para pedir disculpas, perdonar, tolerancia frente al desafuero, indulgencia por faltas cometidas aunque fueran equivocaciones.
Con los años se aprende a frenar impulsos, evitando reacciones apresuradas (jamás contesto el mismo día una carta insultante, necesito recuperar mi sentido del humor, la conciencia de mis propios errores. Un día después mi alma está en paz, puedo responder con lucidez sin perder los estribos). Se cabalga con alegría, se comparte una copa, se disfruta el placer de amar a la gente. ¡Es tan sencillo!
Dibujo de:
Fuente: Diario el universo
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