domingo, 22 de agosto de 2010

Hermano Federico


Bernard Fougéres
bernardf@telconet.net


domingo 22 de agosto del 2010

Estuviste involucrado en la vida mía, acudí donde ti cada vez que hubo sacudón, pena, duelo en mi existencia, problema que solucionar, soledad que espantar. Nuestra amistad añeja coincidió hace muchos años en obras sociales. Te visité frecuentemente en la clínica, te hablé al oído. Nunca sabré si las lágrimas que brotaron de tus ojos fueron confirmación de que me sintonizabas, simple reflejo de tu organismo sin brújula. Igual duda tuve cuando te supliqué: “Abre los ojos, dame una señal”, y entreabriste el izquierdo donde moraba un vacío total. Me confiaste mucho de tu personalidad: dudas, opiniones, certezas. Un día me dijiste: “Hay un sintetizador pero no encuentro a quien lo sepa tocar”. Acompañé tus misas, estuve meses detrás del órgano mientras el infaltable Gabriel tocaba la guitarra, cantaba. Conocí tu criterio acerca del tema candente de la fe, la Iglesia, el perdón, el amor al prójimo. Discrepamos siempre con afecto, fuiste un ser humano con virtudes, defectos, me consta que tu amor pesaba mucho más en la balanza que tus eventuales imperfecciones. Que sea para los damnificados del volcán Tungurahua, los pandilleros que tú me hiciste conocer, miembros del Ejército, tu sonrisa, tu generosidad, tu tiempo nunca fueron medidos. Tu descanso forzado terminaba en abril. Recuerdo brevemente que el año sabático para un sacerdote significa estar sin parroquia, así como se queda fuera de cancha un futbolista. Murió Federico sin tomar las riendas de ninguna otra parroquia, lo que puede explicar por qué los feligreses, en la iglesia de Los Ceibos, gritaron a monseñor Arregui frases hirientes que fueron transmitidas por un canal de televisión y que no quiero recordar porque no me siento con derecho de juzgar a nadie.

No pienso asistir a tu sepelio, Federico, no me entusiasma estar en medio de la multitud cuando más bien querré recogerme en mi casa para solo pensar en ti frente a una foto que nos tomaron a los dos. En Los Ceibos, mientras velaban la corteza de tu alma, miles de personas acudieron de día y de noche, hasta llegaron varias veces a llenar el templo. Las lágrimas subieron a mis ojos mientras pensaba: “¡Cómo lo amaban!”. No estuve siempre de acuerdo con ciertos sermones tuyos: hasta lo escribí en la columna mía. Recordarás nuestras múltiples conversaciones al respecto. A veces se te subía la bilirrubina como a San Pablo. Jesús agarró un látigo porque también a él, hombre manso, se le podía dañar el hígado.

Te recordaremos recibiéndonos en la puerta de Santa María Mazzarello, tu abrazo cálido, el afecto incondicional que dabas a todos antes de ingresar al templo, tu preocupación por cada uno. Repetiré simplemente lo que me dijiste en enero, cuando te dije que me sentía muy solo, me costaba reintegrarme a una creencia religiosa mientras quedaba lastimado: “A veces, Bernard, la fe se tambalea, pero el amor cuando es auténtico, nunca titubea ni se agota. Sin amor de verdad, la fe no sirve de nada”. Ya lo habían dicho San Juan y San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. Federico, mis pasos siguen dentro de tus huellas.


Dibujo de: Ami Plasse

Fuente
Diario el universo

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