Bernard Fougéres
domingo 23 de octubre del 2011
Para que no se fuera hubiera dado mi vida. Oré tantas veces, de día o de noche, recé a Jesús, a Buda, a todos los dioses posibles, incluso a los que me inventé con tal de que no muriera. En la soledad de nuestra habitación sigue flotando aquella ternura que llevaba entre brazos, la que brillaba en sus ojos como lámpara votiva. Para que no muera hundí mis ojos en los suyos, mezclé nuestras represas, convertí lágrimas en quietos lagos donde retozaron penas, remordimientos. Creí tan ingenuamente que podríamos entre los dos inventar remedios para todas las congojas.
Hubiera querido obsequiarle la eternidad siempre cuando no la conociera sino cuando me fuera con ella. Para que no muriera me hubiera agarrado de cualquier estrella fugaz hasta atraparla, entregársela como promesa inquebrantable. Puse al revés la película, remonté el curso del tiempo, la volví a conocer sabiendo por experiencia cuál era la mejor forma de seducirla, conociendo la manera más sutil de no lastimarla.
Sigo esperando el colectivo que no salió nunca de ninguna parte. El amor es a veces una hemorragia incontrolable. Intentamos detener el flujo de nuestra íntima esencia cuando la mujer de ayer, de hoy, de siempre, sigue yéndose en cámara lenta, la vemos de espaldas, le seguimos inventando horizontes, soñamos con que desde su sombra abra el telón de su cabellera, dé una repentina vuelta, ofrezca de nuevo su mirada. Es muy difícil volver a enamorarse, habiendo sin embargo mujeres solas, hermosas, inteligentes, con sentido del humor. Quizás es mejor tenerlas como amigas con un dejo de ternura. Tarde o temprano vuelve la imagen del amor que llenó nuestra vida.
Pues ella, la única, se aleja; cada horizonte la va absorbiendo de a poco, disminuyendo hasta convertirla en incansable galaxia, puntito suficientemente diminuto como para colarse en nuestras venas, dando vueltas hasta el vértigo. Se va yendo sin jamás terminar de irse. Sé que parte de ella quedó atrapada en alambres de púas que fui tejiendo en su camino con espinas del recuerdo. En realidad la que se va es otra. La que se queda es aquella a la que amé, la que dejaba caer su cabeza sobre el hombro del hombre anónimo en que me convertí. El amor es aquel embrujo que convierte el lecho en colchón de alfileres, cabalga las agujas del reloj, nos dice adiós con la mano, sonríe, disgrega nuestro sueños en mil pedazos, los atomiza, los vuelve tan frágiles que se rompen con cada amanecer, mas seguimos tramando con rayos de luna locas fantasías que se disuelven con los primeros guiños del sol. Ella es un embrión que sigue creciendo dentro de mí, inventa primaveras, acelera el ritmo de mi sangre. En mi balcón volvieron a florecer los pétalos azules que solía regalar con el desayuno a quien dio sentido a cada sustantivo mío. El aroma del café me recuerda que debo vivir. En mi mano se desliza la de una nieta. Sus ojos de un color azul celeste me ruegan dejar huellas mías para balizar su camino mientras me regala el sol para repartirlo.
Hubiera querido obsequiarle la eternidad siempre cuando no la conociera sino cuando me fuera con ella. Para que no muriera me hubiera agarrado de cualquier estrella fugaz hasta atraparla, entregársela como promesa inquebrantable. Puse al revés la película, remonté el curso del tiempo, la volví a conocer sabiendo por experiencia cuál era la mejor forma de seducirla, conociendo la manera más sutil de no lastimarla.
Sigo esperando el colectivo que no salió nunca de ninguna parte. El amor es a veces una hemorragia incontrolable. Intentamos detener el flujo de nuestra íntima esencia cuando la mujer de ayer, de hoy, de siempre, sigue yéndose en cámara lenta, la vemos de espaldas, le seguimos inventando horizontes, soñamos con que desde su sombra abra el telón de su cabellera, dé una repentina vuelta, ofrezca de nuevo su mirada. Es muy difícil volver a enamorarse, habiendo sin embargo mujeres solas, hermosas, inteligentes, con sentido del humor. Quizás es mejor tenerlas como amigas con un dejo de ternura. Tarde o temprano vuelve la imagen del amor que llenó nuestra vida.
Pues ella, la única, se aleja; cada horizonte la va absorbiendo de a poco, disminuyendo hasta convertirla en incansable galaxia, puntito suficientemente diminuto como para colarse en nuestras venas, dando vueltas hasta el vértigo. Se va yendo sin jamás terminar de irse. Sé que parte de ella quedó atrapada en alambres de púas que fui tejiendo en su camino con espinas del recuerdo. En realidad la que se va es otra. La que se queda es aquella a la que amé, la que dejaba caer su cabeza sobre el hombro del hombre anónimo en que me convertí. El amor es aquel embrujo que convierte el lecho en colchón de alfileres, cabalga las agujas del reloj, nos dice adiós con la mano, sonríe, disgrega nuestro sueños en mil pedazos, los atomiza, los vuelve tan frágiles que se rompen con cada amanecer, mas seguimos tramando con rayos de luna locas fantasías que se disuelven con los primeros guiños del sol. Ella es un embrión que sigue creciendo dentro de mí, inventa primaveras, acelera el ritmo de mi sangre. En mi balcón volvieron a florecer los pétalos azules que solía regalar con el desayuno a quien dio sentido a cada sustantivo mío. El aroma del café me recuerda que debo vivir. En mi mano se desliza la de una nieta. Sus ojos de un color azul celeste me ruegan dejar huellas mías para balizar su camino mientras me regala el sol para repartirlo.
Dibujo de: Omar Jaramillo
Fuente: Diario el universo
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