Bernard Fougéres
domingo 08 de enero del 2012
Descartemos de nuestro camino a toda persona que traiga conflictos, ruidos estériles. Desconfiemos de quien nos alaba con exceso, mañana puede convertirse en nuestro peor enemigo. Hay gente que quema lo que ayer adoraba. Contestemos los mails ofensivos con el más elocuente silencio, aquel que no tiene precio. Vivimos la incivilización del ruido. Decirnos de todo es lo mismo que no decir nada, quien pierde los estribos se cae del caballo. El celular permite llevar ruido propio a cualquier parte. Vibra, suena, muele su musiquita, nos sentimos orgullosos de poseer tan mágico artefacto. No usamos bolígrafo sino teclado; el texto se elabora solo sin aquel estremecimiento que la mano transmitía al papel. La computadora corrige errores ortográficos mas no expresa lo que los dedos trémulos traen desde el corazón al desquiciarse el alma. Muchos amores mueren por excesiva labia, torpes malentendidos, verborragia.
Antes nos amábamos en un desierto poblado de sueños, orgías de luces puras; la más atrevida caricia se sublimaba. Había silencio, ora espeso como la gravedad que nos mantiene en el suelo, ora ligero como la cometa recibiendo mensajitos por medio del hilo. Ya no sabemos callar, mirarnos hasta que duela, se esfuma la frontera entre lágrimas y felicidad. No recordamos por qué la sonrisa es más elocuente que el juramento, por qué la muda aceptación resulta más conmovedora que el bullicioso entusiasmo.
El silencio da valor al “te amo”; las demás palabras son redundancias, excesos, sobras, jarabe de pico. Hemos perdido idiomas esenciales, aquellos gritos que solo se manifiestan en relámpagos de la mirada, dilatación de las pupilas, ligera humedad que invade las manos cuando las hormigas se adueñan del corazón, zumban los oídos, se contrae todo el ser preso del delicioso pánico, vuelan inquietantes aves nocturnas encima de nuestra cabeza, crepita el canguil en el corazón.
Los ojos extraviados en otros ojos se convierten en rueditas dando vueltas a tal velocidad que dan vértigo, así como ocurre cuando nos bajamos de las montañas rusas. No sabemos lo que es amar hasta que suceda aquello. Perdemos el amor en el camino cuando la tierra frena a rayas, se inmoviliza el tiempo, no existe ni vida ni muerte sino eternidad anónima. Callar es expresar. Si pudiéramos traducirlo con palabras ya no existiría el silencio. Creo que podemos casi tocar al posible Dios con la intuición del amor. Hemos convertido el silencioso beso en penetración lúdica olvidando que es pacto místico si los labios se convierten en antenas del sentir. ¿Por qué no existen los pecados vitales si ya conocemos los mortales?
Cuando amamos vivimos acechando el silencio, suspenso de un suspiro. Se derrumbaría la tierra sin que nos percatásemos de ello. Amar es escuchar, callar. El mundo de los sonidos solo se percibe cuando nuestro ser enmudece. No sabemos mirarnos a los ojos mostrando el alma como quien lleva a secar en el viento una prenda blanca. El silencio de Dios ha de ser también el silencio de todo lo que no es Dios. No dejemos que los demás alteren nuestra paz interior. Acojamos a quienes se solazan en nuestras aguas, no a quienes las agitan inútilmente.
Foto de: Amaury Martinez
Fuente: Diario el universo
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